Institucionales

Graciela Torres, la identidad recuperada

Graciela Torres estaba a punto de finalizar la licenciatura en Letras Modernas en la FFyH cuando fue secuestrada y asesinada por la última dictadura militar. Tenía 22 años. Sus restos acaban de ser identificados en una fosa común del cementerio San Vicente y, a propósito de ese hallazgo, alfilo reconstruyó su historia y la de su generación. En la Facultad, en tanto, preparan una serie de homenajes para honrar su memoria.

 

Además de cursar Letras, “Gachy” trabajaba en el Ferrocarril, hacía teatro y estudiaba inglés.  

La vieja libreta de estudiante de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC es una de las poquísimas cosas que Marcelina Yolanda Bonaldi logró conservar de su hija, Graciela Torres. Una libreta que además del consabido listado de materias y calificaciones, tiene una pequeña foto. Una imagen en blanco y negro, una de las tres que se conservan de “Gachy” y que la muestran con su pelo ondulado, sus ojos enormes y sus pestañas larguísimas.

La mujer conserva la libreta como un pequeño tesoro, y la muestra con orgullo. Ella quería que su hija estudiara, que fuera a la Universidad. Y “Gachy” cumplió ese sueño, al tiempo que trabajaba en el Ferrocarril Mitre, y hacía teatro, y estudiaba inglés. Estaba por terminar la licenciatura en Letras Modernas en la FFyH cuando la secuestraron y la asesinaron de cuatro balazos. Tenía sólo 22 años.

Sin embargo, su madre Yolanda y su hermana Elizabeth recién ahora pudieron saber en forma fehaciente cuándo, dónde y de qué modo la temible dictadura que se inició en 1976 acabó con la vida de “Gachy”. Fue gracias a la tarea que realiza el Equipo Argentino de Antropología Forense (Eaaf), que funciona en el ámbito del Museo de Antropología de la Facultad, y que trabaja en el cementerio de San Vicente en el marco de la causa “Averiguación de enterramientos clandestinos” que instruye el Juzgado Federal N° 3, a cargo de Cristina Garzón de Lascano. Los restos de “Gachy” fueron hallados en una fosa común y entregados a su familia el 4 de mayo último.

A raíz de ese hallazgo, y para honrar su memoria, una comisión integrada por representantes de la Escuela de Letras y otras áreas de la FFyH prepara un acto de homenaje al que asistirán sus familiares y que incluirá la colocación de una placa con su nombre en un espacio determinado de la Facultad.

Opciones y sueños

“Gachy” nació el 6 de agosto de 1953. Cuando los militares se la llevaron vivía con su madre “Chela” y su hermana Ely, nueve años menor. Su padre murió cuando ella tenía apenas un año, víctima de la leucemia.

“Era muy vistosa, tenía un lindo cuerpo y 56 de cintura”, recuerda su madre, que sabe con precisión las medidas de la niña a la que le cosió toda la ropa desde que nació y hasta su desaparición. “Era muy alegre, muy ocurrente... siempre le ponía apodos a la gente y esas cosas; era una chica llena de ilusiones”, sigue la mujer, hojeando la libreta de hojas amarillas e hilvanando recuerdos repasados una y mil veces.

Cuenta que apenas terminó el magisterio en el colegio Ortus Conclusus, “Gachy” decidió estudiar medicina. “Hizo dos años y tenía notas buenísimas, pero yo creo que no podía tolerar la muerte o, mejor dicho, el trabajo con los cuerpos muertos... tal vez por lo de su padre, no?”.

Entonces decidió ingresar a la FFyH para estudiar Letras Modernas. Al mismo tiempo asistía a un taller de teatro, aprendía inglés y trabajaba en el Mitre. Ingresó al ferrocarril con apenas 17 años, gracias a que su padre había sido empleado ferroviario. Fue allí donde empezó a acunar el sueño de tener una casa propia, y decidió aprovechar un plan de viviendas para trabajadores que lanzó la CGT, y que su madre siguió pagando tras su desaparición, con enorme esfuerzo, y sin ver nunca el sueño hecho realidad. Y fue allí donde “Gachy” aprendió también que era necesario soñar un mundo más justo, y casi naturalmente comenzó a militar en la Unión Ferroviaria.

“Siempre me acuerdo cuando ella volvió un día de su trabajo y me contó que en una asamblea se paró arriba de una silla o algo parecido y habló por primera vez para todos sus compañeros. Discutían sobre un aumento de salario y creo que ella se quedó sorprendida de cómo la aplaudieron”, dice Chela, orgullosa y conmovida. La vida de “Gachy”, en la primera mitad de los setenta, era entonces una agitada y feliz combinación de aprendizajes, amores, sueños, responsabilidades y proyectos.

Se llevaron todo

Pero esa noche del 29 de junio de 1976 la muerte golpeó en la casa del barrio Observatorio y se llevó a “Gachy”, sus 22 años y todo lo que ellos prometían. Cuando a las 23 Chela abrió la puerta, creyendo que era una broma de su hermano, la grosería de la fuerza bruta se impuso en la vida de las tres mujeres.

Apoyándole una ametralladora en el pecho, hicieron retroceder a Chela al interior de la casa, la tiraron al suelo y, boca abajo, la esposaron y le envolvieron la cabeza con una bufanda. Lo mismo hicieron con Ely, y después con “Gachy”. Así se la llevaron, con los ojos vendados y las manos esposadas detrás de la espalda. Al salir de la casa, se tropezó con las piernas de “Chela”, que seguía boca abajo en el piso, y le dijo “Chau mami”. Afuera esperaban cinco autos verdes. Apenas nueve días después su cuerpo ingresó a la morgue como NN, presuntamente proveniente de la comisaría de Tanti.

“No me quedó nada. Se llevaron todo, a ella y a sus cosas”, dice Chela, sosteniendo un libro de Juan Gelman que su hija recibió como regalo de su amigo Julio Carballo, en su último cumpleaños. “Se llevaron todas las fotos y un montón de recuerdos que yo tenía en una caja rosa, donde estaban las cosas de la familia y algunas cartas de amor de mi marido”, recuerda la mujer.

Lo que más lamenta es la pérdida de los textos de su hija. “Ella todo lo escribía, le encantaba leer y también escribir... Me acuerdo de la primera vez que ella conoció Buenos Aires y me escribió diciéndome que había como una multitud de gente por la calle... yo pensaba que ella andaba por las nubes”.

De esos escritos no queda nada. El único testimonio de la letra prolija de “Gachy” es la dedicatoria de un libro que ella le regaló a su hermana cuando ésta cumplió 13 años: “Poemas de amor hispanoamericanos”, compilado por Mario Benedetti. En la primerapágina se lee: “Para vos, ‘pedazo mío que anda por ahí’, estas poesías para que alguna se la dediques a tu amor... Con todo el amor del mundo, Gachy”.

Neruda y Jacques Brel

“Yo conservo los libros suyos que se salvaron -recuerda Ely-. Le gustaba mucho leer a Neruda, a Cortázar... y también la música. Jacques Brel era uno de sus preferidos. También le encantaban María Bethania, Chico Buarque, Maria Creuza ...”

Y aunque su madre nunca les quiso enseñar a coser porque quería que ellas fueran a la Universidad, “Gachy” tenía una habilidad natural para el corte y la confección. Le encantaba hacer almohadones y cosas preciosas para regalar.

Y tenía, también, una implacable generosidad. “Un día llegó a casa y dijo: ‘Mami, casi te traigo una hermana más’. Resulta que había encontrado a una nena vendiendo no sé qué cosa en la puerta de la iglesia Santo Domingo. Ese día hacía muchísimo frío así que ella le regaló sus guantes y llamó por teléfono a un amigo para que la llevaran juntos, en moto, a su casa... Ella tenía esas cosas, esos impulsos”, recuerda la mujer.

Una búsqueda estéril

Las tres mujeres vivían de lo que Chela ganaba cosiendo y tejiendo para afuera, más la ayuda que significaba el sueldo de “Gachy” en el Ferrocarril. Cuando se llevaron a su hija, Chela se fue con su Ely a la casa de su madre, en Monte Cristo. Allí pasó algunos años, llorando frente a uno de los pocos objetos queridos que tenía: una foto de la comunión de su hija desaparecida, colgada en una pared de la casa materna.

Sólo salía de Monte Cristo para buscar a la hija que le habían llevado. Y aunque hasta entonces su vida había transcurrido frente a la máquina de coser, aprendió a deambular por el país y a visitar despachos oficiales. Como tantas otras madres, Chela golpeó puertas, hizo colas, soportó la indiferencia y el mal trato de los coroneles de turno y recorrió las cárceles en las que su hija nunca había estado.

“Una vez me mandaron a Buenos Aires, al ministerio del Interior, y de ahí a La Plata... a preguntar en la cárcel. Pero como yo viajaba en colectivo y no conocía, me confundí y me bajé en la de hombres... Si al menos me hubieran dicho que ya estaba muerta...”, repite la mujer, con los ojos mojados y los puños cerrados, procurando una vez más tragar el dolor y contener la bronca. Pero el dolor la desborda y la bronca ya no puede guardar silencio: “Lo que pasa es que además de asesinos, son cobardes”, dice breve y contundente, como si tras 29 años de espera conociera cabalmente a su enemigo.

“Y sí... nosotras la esperábamos en las Navidades y en los cumpleaños”, admite Ely, al tiempo que recuerda su impotencia cuando, habiendo perdido ya a su hermana, le tocó compartir el aula con el hijo del dictador Antonio Domingo Bussi, que iba a su mismo colegio, en Córdoba capital. “Teníamos que escuchar cada cosa en esos años... cosas de nuestras maestras, de nuestros vecinos o de nuestros propios familiares, y a su vez debíamos aprender a callarnos”.

Y su madre agrega: “No sé cómo hemos vivido con esta carga... Sin poder elaborar el duelo y sin poder hablar con nadie, como si tuviéramos algo de qué avergonzarnos”. Y concluye: “Nos han destrozado la vida”. Y cierra la libreta, y guarda la pequeña foto, mientras los restos de “Gachy” descansan ahora junto a los de su padre, en el cementerio de Monte Cristo.

 

Pensando sus huesitos cuando llueve

Los compañeros pisan la sombra

Parten de la muerte

Circulan en la noche sensitiva

Oigo sus voces como rostros vivos

Juan Gelman


Identificar, un trabajo en equipo

En mayo último en el Juzgado Federal 3 de la ciudad de Córdoba se notificó oficialmente la identificación de los restos de Graciela Haydée Torres, en el marco de la causa “Averiguación de enterramientos clandestinos".

Se trata de la sexta identificación de una persona desaparecida durante la dictadura militar, objetivo fundamental del trabajo desarrollado en conjunto por la Facultad de Filosofía y Humanidades -a través del Museo de Antropología- la organización Arhista, el laboratorio Lidmo y el Equipo Argentino de Antropología Forense.

Para realizar ese trabajo, en forma cotidiana se sigue engrosando el Banco de Datos Genéticos, con el aporte voluntario de familiares de detenidos desaparecidos que se acercan al Museo de Antropología, donde mantenemos entrevistas y tomamos la muestra, que luego derivamos al Lidmo.

Cotidianamente también, avanzan las tareas de laboratorio en el Instituto de Medicina Forense de la ciudad de Córdoba, donde participan dos becarias de la secretaría de Extensión de la Facultad.

Con la contención institucional del juzgado, la fiscalía y la Facultad, y gracias al empeño y la capacidad de Carlos Vullo y sus colaboradoras, el respaldo de la Legislatura de la provincia, la Municipalidad de Córdoba, la cátedra de Historia Argentina dirigida por Mónica Gordillo, Laura Valdemarca y, fundamentalmente, de los familiares afectados por el terrorismo de Estado, se logra desarrollar la tarea que permite que podamos anunciar este nuevo resultado.

 

Darío Olmo

Miembro del Equipo Argentino de Antropología Forense